lunes, 13 de diciembre de 2021

RESPLANDOR (Cuento)


 

El día comenzó como de costumbre.  El televisor se encendió a las cinco en punto y él, simplemente buscó la forma de apagar el ruido que producía el canal veintitrés. Tras un instante volvió a refugiarse en el calor que emanaba la manta que en gran parte de la noche quiso rechazar.  Pasaron veinte minutos cuando,  por instinto, dio un salto y sus pantuflas color azul recibieron sus setenta y tres kilos de peso dispuestos a cumplir la rutina de este día.

 

Se dirigió al balcón y encontró empañado el ventanal con el rocío de la mañana.  Observó unos minutos el horizonte y sus ojos se vinieron a posar en cuatro hermosos conejos que jugueteaban entre el pasto abundante, en la huerta cercana en la casa del frente.  De sus habitantes daba cuenta el misterio.  Desde el tercer piso donde él se encontraba, todas las mañanas se veía sus corredores limpios y ordenados pero ningún lugareño que diera testimonio de aquella pulcritud.

 

Cuando se extasiaba con el corretear de aquellas liebres, su memoria le trajo el recuerdo de ella.  Sin ningún afán se dirigió a la cocina y preparó una taza de café.  Pasada una hora volvió a la cama y comenzó a pensar su encuentro en las horas de la tarde, con su dulce amada.  En medio de suspiros, el sueño lo venció.

 

En los días anteriores sus encuentros habían sido fugaces.  Aquella tarde no fue la excepción.  Cuando ella llegó a su puerta estaba impecable, su aroma a flor primaveral se mezclaba entre su blusa color blanca que dejaba entrever dos finos senos que jugaban aventureramente como las hojas cuando comienza el otoño.

 

Se sentaron en el sofá uno frente al otro,  saboreaban uno a uno esos besos que solo se dan los amantes que llevan impregnados en su piel el peligro del encuentro por la duda interminable de la ausencia.  Las manos de él, fueron acariciando su cuerpo desde la fina pantorrilla, haciendo una pequeña estación en los muslos para sentir la pasión que se encerraba en el límite de su curvilínea cadera.  Allí sus glúteos redondos y finos dejaban ver la suavidad de una piel que estaba en flor.

 

Después de largos minutos inmersos en la magia que proporcionaba sus caricias, ella realizo un alto, y fue deslizando suavemente la blusa dejando semidesnudos sus senos, que ardían de pasión, con el fuego abrazador de un amor puro que tres meses atrás había cautivado todo su interior.

 

El tras aquella iniciativa quiso deslizar su mano para alcanzar el broche de su falda, pero ella, inmediatamente, de manera delicada, retiro su mano y, sin más preámbulo, se desnudó ante el ser que tanto amaba.  Sus ojos quedaron extasiados ante tanta belleza y no pudieron vencer el hechizo de sus besos que reanudaron con más intensidad. Consiguió así, contemplar el esplendor de aquella hermosa rosa que se posaba en el desierto de su corazón.

 

Todo aquel ímpetu de sus besos apasionados se tornó en el torbellino que creo en ellos, un mundo de fantasía e ilusión y que el destino debía a sus vidas desérticas y hostiles.  Brotó, entonces, de esos labios que tanto deseaba, la miel que lo envolvió en el néctar del encanto.  El fuego que transmitían calcinaba todo su existir.  Cayó vencido.  Se extinguió en un segundo, sin saber si conquistaba o era conquistado.

 

Sutilmente sus manos se deleitaron acariciando la hermosa cabellera; su suavidad era comparable con el jardín del edén.  Su respiración desapareció entre aquel aroma y se encontró besando y percibiendo el cuerpo desnudo de su amada, como se hace con el fruto más exquisito.  Sus sentidos perdieron la batalla, estaban atrapados.

 

Volvió a esas dos hermosas colinas: sus senos; que, ardían como el fuego.  Estaban finos como la resina, frescos como el manantial y duros como la piedra de ónice.  Los acarició y sintió el vuelo de las mariposas en primavera.  Su pensamiento estaba desnudo.

 

Ella con sus manos, tiernas y blancas, lo atrajo con fuerza a su seno, robando suspiros y alientos a su boca carnosa.  Sus espíritus se fundieron en un sudor que corría por la piel.  Él quiso palpar con sus manos la cadera que con su movimiento agitaba el calor que guardaba en su interior.  De aquel vientre; comenzó a brotar torrentes de locura, amor y frenesí.  Se fundieron en un solo cuerpo, aflorando el amor en cada uno.  Acarició los pies astutos y salvajes de ella; su textura aceleró el fluido de la sangre a tal punto de querer parar el corazón.  Se eclipsaron.

 

Aquellas siluetas quisieron tenerse por toda la eternidad.  Endulzaron la razón que solo da el amor verdadero concebido bajo la irracionalidad de un entorno que no los comprendía.  Al final, el aroma de su cuerpo, como el más suave café, quedó impregnado entre las esencias, que suspiros y susurros arrancaron a la tarde que dejaba ver solo al final, el sol.  Así cada uno hizo parte del otro y desde entonces, la palabra TE AMO cobró sentido en cada uno, dejando la huella que el final de los tiempos, con seguridad, no extinguirá.

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