El día
comenzó como de costumbre. El televisor
se encendió a las cinco en punto y él, simplemente buscó la forma de apagar el
ruido que producía el canal veintitrés. Tras un instante volvió a refugiarse en
el calor que emanaba la manta que en gran parte de la noche quiso
rechazar. Pasaron veinte minutos
cuando, por instinto, dio un salto y sus
pantuflas color azul recibieron sus setenta y tres kilos de peso dispuestos a
cumplir la rutina de este día.
Se
dirigió al balcón y encontró empañado el ventanal con el rocío de la
mañana. Observó unos minutos el
horizonte y sus ojos se vinieron a posar en cuatro hermosos conejos que
jugueteaban entre el pasto abundante, en la huerta cercana en la casa del
frente. De sus habitantes daba cuenta el
misterio. Desde el tercer piso donde él
se encontraba, todas las mañanas se veía sus corredores limpios y ordenados
pero ningún lugareño que diera testimonio de aquella pulcritud.
Cuando
se extasiaba con el corretear de aquellas liebres, su memoria le trajo el
recuerdo de ella. Sin ningún afán se
dirigió a la cocina y preparó una taza de café.
Pasada una hora volvió a la cama y comenzó a pensar su encuentro en las
horas de la tarde, con su dulce amada.
En medio de suspiros, el sueño lo venció.
En los
días anteriores sus encuentros habían sido fugaces. Aquella tarde no fue la excepción. Cuando ella llegó a su puerta estaba
impecable, su aroma a flor primaveral se mezclaba entre su blusa color blanca
que dejaba entrever dos finos senos que jugaban aventureramente como las hojas
cuando comienza el otoño.
Se
sentaron en el sofá uno frente al otro, saboreaban uno a uno esos besos que solo se
dan los amantes que llevan impregnados en su piel el peligro del encuentro por
la duda interminable de la ausencia. Las
manos de él, fueron acariciando su cuerpo desde la fina pantorrilla, haciendo
una pequeña estación en los muslos para sentir la pasión que se encerraba en el
límite de su curvilínea cadera. Allí sus
glúteos redondos y finos dejaban ver la suavidad de una piel que estaba en
flor.
Después
de largos minutos inmersos en la magia que proporcionaba sus caricias, ella realizo
un alto, y fue deslizando suavemente la blusa dejando semidesnudos sus senos,
que ardían de pasión, con el fuego abrazador de un amor puro que tres meses
atrás había cautivado todo su interior.
El
tras aquella iniciativa quiso deslizar su mano para alcanzar el broche de su
falda, pero ella, inmediatamente, de manera delicada, retiro su mano y, sin más
preámbulo, se desnudó ante el ser que tanto amaba. Sus ojos quedaron extasiados ante tanta
belleza y no pudieron vencer el hechizo de sus besos que reanudaron con más
intensidad. Consiguió así, contemplar el esplendor de aquella hermosa rosa que
se posaba en el desierto de su corazón.
Todo
aquel ímpetu de sus besos apasionados se tornó en el torbellino que creo en
ellos, un mundo de fantasía e ilusión y que el destino debía a sus vidas
desérticas y hostiles. Brotó, entonces,
de esos labios que tanto deseaba, la miel que lo envolvió en el néctar del
encanto. El fuego que transmitían
calcinaba todo su existir. Cayó vencido.
Se extinguió en un segundo, sin saber si
conquistaba o era conquistado.
Sutilmente
sus manos se deleitaron acariciando la hermosa cabellera; su suavidad era
comparable con el jardín del edén. Su
respiración desapareció entre aquel aroma y se encontró besando y percibiendo
el cuerpo desnudo de su amada, como se hace con el fruto más exquisito. Sus sentidos perdieron la batalla, estaban
atrapados.
Volvió
a esas dos hermosas colinas: sus senos; que, ardían como el fuego. Estaban finos como la resina, frescos como el
manantial y duros como la piedra de ónice.
Los acarició y sintió el vuelo de las mariposas en primavera. Su pensamiento estaba desnudo.
Ella
con sus manos, tiernas y blancas, lo atrajo con fuerza a su seno, robando
suspiros y alientos a su boca carnosa.
Sus espíritus se fundieron en un sudor que corría por la piel. Él quiso palpar con sus manos la cadera que con
su movimiento agitaba el calor que guardaba en su interior. De aquel vientre; comenzó a brotar torrentes
de locura, amor y frenesí. Se fundieron
en un solo cuerpo, aflorando el amor en cada uno. Acarició los pies astutos y salvajes de ella;
su textura aceleró el fluido de la sangre a tal punto de querer parar el
corazón. Se eclipsaron.
Aquellas
siluetas quisieron tenerse por toda la eternidad. Endulzaron la razón que solo da el amor
verdadero concebido bajo la irracionalidad de un entorno que no los
comprendía. Al final, el aroma de su
cuerpo, como el más suave café, quedó impregnado entre las esencias, que
suspiros y susurros arrancaron a la tarde que dejaba ver solo al final, el
sol. Así cada uno hizo parte del otro y
desde entonces, la palabra TE AMO cobró sentido en cada uno, dejando la huella
que el final de los tiempos, con seguridad, no extinguirá.
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