La mañana se presentó fresca desde muy temprano. Mientras amarraba sus agujetas trataba de
aclarar el caos que atormentaba su cabeza desde la madrugada. El silencio de la estancia en vez de ayudarle,
lo confundía. El viento se arremolinaba
con fuerza, silbando entre las hojas de los árboles, para venir a chocar con
gran ímpetu en el tejar de aquella casona.
Su progenitora lo observa con tristeza, desde la entrada de aquel cuarto
pintado hace años con el blanco pálido que tanto le gustaba a él. Sus ojos se encontraron, fríamente, un par de
veces, antes de que su maletín colgara de su hombro izquierdo. Ella, solitaria desde hace años, lloro cuando
él cerró la puerta que jamás volvería a cruzar con la juventud que iluminaba
sus cabellos crespos y sus labios frescos.
En aquel llanto se mezcló la sensación de la ausencia que comenzaba con
la soledad existente que le permitió mantener en pie aquel caserón que olía a
jazmín de noche en las tardes cuando se cocía la tristeza en la vieja máquina
de pedal que servía para remendar los recuerdos en los calzones rotos que habían dejado las vacaciones de verano. La puerta principal, se cerró para siempre.
Ya en el cuarto de hotel, sintió la ducha muy caliente comparada con la
temperatura que presentaba la ciudad. El
reloj marcaba las diez de la mañana cuando Valentín sintió lo suave y fresco de
la tela de su camisa y la fragancia de su perfume hizo que el cuarto adquiriera
una frescura de campo, lo cual hizo olvidar la preocupación que no lo dejaba
dormir hace tres días cuando recibió su pasaporte. Para él todo era nuevo en
esta aventura a la cual se vio abocado por no haber conocido a su padre.
De repente, y mientras botonaba su camisa blanca, lo sorprendió el
sonido del teléfono que se encontraba en la mesita de noche junto a la lámpara
que destellaba una luz azul pálida. Le
estaban confirmando el viaje desde la aerolínea.
Camino al aeropuerto, ensimismado, observaba el transcurrir de las
vidas de miles de transeúntes que pasaban a través del espejo del taxi amarillo
encendido que lo transportaba a toda prisa.
Pensaba en el encuentro con Soledad, la mujer que había conocido y que
lo tenía envuelto en esta locura.
Después de una fila de más de veinte minutos estuvo al frente de la
puerta de aquel Boeing 747, volteó su mirada y sin tener un punto fijo observó
lo que quedaba atrás con honda amargura y con el deseo de algún día regresar. Caminó a prisa y se acomodó en el asiento
asignado. Al cuarto de hora, observó
cómo se cerraba la segunda puerta del avión.
Puerta que se cerró para siempre, ya que el retorno no estaba escrito en
su destino…
En otro lugar del universo, aquel ser de cuello alargado, cabeza
ovalada y oblonga, con piel de sphynx corrugada desde su lomo parecida a una
espina dorsal con un especie de triangulo en su frente cuyo ojos, sin
brillo, se estiran hacia atrás a pesar
de ser grandes a lado y lado de una pequeñísima nariz y una boca de bebe jugaba
con sus pequeños seres, los cuales guarda en unas abalorios de cristal y
depositaba en un enorme laberinto de material extraño.
Aquel laberinto donde cayó después de tres horas de vuelo el Boeing 747, era oscuro y grisáceo, más sus
formas y su longitud, eran parecidas al
Longleat Hedge Maze de Inglaterra. El
sitio donde se encontró totalmente solitario Valentín era tan extraño, después
de haber recobrado el sentido que, nada era parecido a lo que su memoria
guardaba del mundo y de los seres que hasta ahora habían estado en su
vida. Se puso de pie y con gran
dificultad, al inicio, comenzó a caminar…
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