Hacer el amor contigo es volver
al paraíso.
Al principio todo era caos,
silencio y oscuridad.
De pronto, abro mis ojos y los
tuyos iluminan todo,
dándole claridad al tiempo y al
espacio.
¡Así has creado mi mundo!
Brotó, entonces, de tus labios,
la miel que
envuelve y encanta, cuando son
besados.
Ellos transmiten el fuego que
calcina poco a poco mi existir.
Su calor hace que los míos caigan
vencidos, se derritan, se extingan.
¡Así has conquistado mi ser!
Mis manos se deleitan con tu hermosa
cabellera,
su suavidad recuerda el jardín
del edén.
La respiración desaparece, cuando
en un penetrante abrazo,
su olor a rosas, claveles,
girasoles y jazmines
convierten su cuerpo en el fruto
más exquisito
para saborear y recorrer.
¡Así has atrapado mis sentidos!
En medio
de aquel jardín se han posado dos hermosas colinas.
Son tus cálidos senos,
finos como la resina, frescos
como el manantial
y duros como la piedra de ónice.
Al acariciarlos recuerda mi mente
el suave vuelo de las mariposas
en la eterna primavera.
¡Así has desnudado mi
pensamiento!
Tus manos suaves, tiernas y
blancas,
comparables, solamente, con las
acariciables
pieles del venado y la liebre.
Con ellas me abrasas a tu cuerpo,
robando el suspiro y el aliento
que sale de mi boca
cuando siento tu sudor correr por
mi piel.
¡Así has fundido mi espíritu!
Tus caderas hacen pensar que no
fue inútil
que el creador nos robara una
costilla para crearlas.
Son fuego, son movimiento, son
pasión…
De tu vientre brotan, a
torrentes, cascadas de locura, amor y frenesí.
En él, tu vientre, se funde mi
cuerpo y nos volvemos uno solo.
¡Así has rasgado mí ser,
penetrando el amor en mí!
Tus pies astutos y salvajes como
la serpiente del paraíso.
Ellos son la base para construir
cualquier sueño;
su textura, cuando se observan,
aceleran el fluido de la sangre y
paralizan mi corazón.
Son el principio y el fin del
deleite
del fruto prohibido depositado en
la mujer.
¡Así has eclipsado el latir de mí
corazón!
Tu silueta, a quien envidia la
más hermosa palmera,
provoca tocarla y tenerla por
toda la eternidad.
Es en ella donde recuerdo la
belleza que cautivó a Adán.
Sus curvas inducen a pecar sin
cesar en el mar del deleite,
la caricia y la emoción.
¡Así has endulzado a mi razón!
Por último, tú perfume.
El más suave café o el aroma del manzano prohibido
quedaron marchitos ante tus
esencias.
A él, le has unido tus suspiros y
susurros
que hacen que mis músculos y
huesos se rindan ante ti.
¡Así haces parte, completamente,
de mí ser!
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