E L L A D O
O C U L T O
E N E L
J A R D I N
EDUARDO A. VALLEJO LONDOÑO
“Cuando sufras no formules ninguna queja. Revestir de palabras al dolor
es dar un cuerpo a lo que quizá sólo sea una sombra”.
Mme
Amiel Lapeyre
"El hombre ignora el
hecho de que la vida es un eco: lo que uno da lo recibirá tarde o temprano, y
es la ignorancia de este hecho lo que hace al hombre desconsiderado".
Hazrat Inayat Khan
El ser humano sostiene su existir a base de sueños.
Puede que nos encontremos en los tiempos modernos. Que la tecnología y los
avances científicos hayan absorbido los valores y la libertad de los hombres.
Puede ser también, que el dinero esté borrando todo trazo de ternura y
sentimiento. Pero yo creo en el poder de la palabra, y más si con ella se
forja, se sostiene, se construye, y hasta se puede rescatar el mayor de los
tesoros: el amor.
A mis hijos, Joan Sebastián, Juan Pablo, Salomé
y Guadalupe. Mi bálsamo y mi sostén.
Agradecimientos
Este
es un himno de exaltación a las mujeres que nos forjan como verdaderos y
auténticos hombres
A
María del Rocío, mi madre, quien mientras vivió a mi lado, me demostró que con
las palabras podemos pintar la existencia y la muerte con colores
insospechados.
A
todas las doncellas que me enseñaron que amar es también morir en aguas
misteriosas, y que el destino es algo que está escrito y que uno signa con su
actitud.
A
María Alejandra, mi esposa, mi compañera, mi amiga, mi amante, mi confidente, quien a través del cristal de su alma me
rescató de la oscuridad y me reveló que el amor no es ni una cárcel ni un
rincón, sino una opción cargada de sueños, imaginación, deleite y renuncia.
Eres mi ambrosía.
A todas las
mujeres que en su corto viaje a mi lado me ilustraron el carácter esquivo e
irresistible de la naturaleza femenina, fragancia esencial de las flores de mi
jardín.
A esa niña que estando ausente, confinada en
un hermoso sueño, se volvió la más sublime realidad: Desde aquel valle hasta la
hermosa sierra en el espejo también se ven los mares pienso en la niña; con
pies en tierra correr, gritar, hablar…por estos lares.
Salomé, mi dulzura y mi inspiración.
A
esa mujer, la literatura, quien siendo atrevida, rebelde y desinhibida, me
llevó de paseo por las dunas y desnudó mi fragilidad frente a un enigmático
espejo. Así, al lado de Margrite Yourcenar, Marguerite Duras y Anais Nin
aprendí a dar rienda suelta a todos mis deseos.
Amar
es como emprender un viaje y todo viaje es una iniciación, porque en toda
iniciación hay algo que muere y es a la vez el camino a la muerte, porque sino,
como vamos a aceptar morir, si creemos que no hay ausencia, que no hay dolor.
A
esas dos mujeres, mis hermanas; todo el afecto lo llevo aquí cercano. En las
mañanas el recuerdo, aunque ambiguo, es alegre, así su voz, sus besos y abrazos
se encuentren muy lejanos...A Liliana y Luisa, por quien pido todo el bien más
nunca el mal y que logremos alcanzar justicia
eterna del amor celestial!
Por todo lo anterior, me considero un bendecido
entre todos los hombres.
Índice
P R I M
E R A
P A R T
E
1
Una noche en la celda
Ahora me encuentro en esta cárcel. Nunca pensé que
después de tanto tiempo volvería a sufrir tanto dolor. Observo a mí alrededor y
solo cuatro amarillentas paredes hablan con sus grafitis de la soledad que
golpea a mi corazón; el cual se desangra gota a gota dentro del pulso de mi
existir.
Son las dos
treinta de este frio amanecer
silencioso; el rayo de luna golpea fuertemente mi pupila hasta hacerla
llorar. Ocupo un metro cuadrado en la esquina lateral del cuartucho húmedo.
Doblo mis piernas y las abrazo para sentir el calor de mi piel. Entre ellas
inclino mi cabeza y siento el hedor que los pantalones han recogido en todos
estos meses de encierro. No pienso sino en el próximo campanazo que anunciará
el cuarto de hora que recorre lentamente el comienzo del día.
Han pasado tres horas, lo sé, porque muy
puntualmente la rata color gris, que comparte conmigo el aposento, ha salido
con rumbo a la tubería que conduce al comedor desde la cloaca donde yacen
esparcidas todas mis heces del día anterior.
Me incorporo y la sigo; ya no me tiene miedo; en su
recorrido recojo el olor de la cloaca, mi diafragma se contrae y experimento
nauseas. Pego mi rostro a la pequeña rejilla que se encuentra en la parte alta
del muro lateral que linda con el océano. Siento su fresco aroma; lleno con él
mis pulmones. Este es mi mejor alimento en las madrugadas y con el de hoy ya
son mil ochocientas treinta y siete veces que lo hago. Cómo ha corrido el
tiempo desde aquella noche funesta.
De repente escuchó pasos y algunos lamentos
lejanos. Es el guardia nocturno que cada madrugada asiste a la última celda del
fondo para golpear y bañar con agua helada al "poeta", como llamamos
al preso que rasguña su vientre para poder calmar su angustioso dolor.
Llega prontamente la madrugada y con ella el
pequeño rayo de sol que se cuela por la rendija de mi ventana, y viene a
brindarme un poco de calor.
Este simple espectáculo me hace caer en un sopor
que termina por vencerme en las llegadas del alba.
Transcurren los minutos y se escucha el rechinar de
los barrotes de cada una de las celdas, cuando el guardia, que ha acabado de
recibir su turno, pasa por cada cubículo y nos hace erguir para ser contados
luego, en el patio.
Aproximadamente son las seis y treinta a.m. y
estamos todos desnudos apiñados en medio de un corredor. Otro guardia pasa
ligeramente con una manguera y nos golpea con el chorro de agua helada que
quema nuestros cuerpos.
Pasamos en fila por un “bongo” donde se nos sirve
un insipiente chocolate y una migaja de pan.
Me dirijo al centro del patio donde recojo un
pedazo de periódico del día anterior, medio sucio, medio rasgado y termino un
poco distraído en la butaca improvisada de palos y ladrillos que hemos
construido para desayunar al aire libre.
Las noticias no son muy alentadoras: “Los costos
humanos de este conflicto, estimados en más de quince mil víctimas, de ellas diez mil civiles, deben
pesar tanto como sea necesario para que este capítulo, ojalá final, de la
guerra de Irak, no se convierta, lo reiteramos, en una frustración y un
espejismo…”
Guerra. Humanos siempre en guerra, conflictos,
peleas, riñas, armas, enemigos, desacuerdos. Pienso que hasta cuándo el ser
humano irá a acabar con todo esta maraña de situaciones. Pero más que acabar,
debería por comenzar a limpiar su interior que siempre se encuentra en
conflicto.
A lo alto de una garita suena estruendosamente una
sirena, traída de la segunda guerra mundial, anunciando que debemos iniciar
nuestras labores diarias en el trabajo que impuso la dirección del penal. Viene
a mi recuerdo la historia de los campos de concentración nazi. Más, el rosal,
este nuevo rosal, hace que mis recuerdos se quemen en el olvido y reviva para
mí una última esperanza. De este modo dirijo con prontitud mis pasos hacía mi
atesorado jardín.
2
La tranquilidad del jardín
¡Muy buen día mi modesto alelí morado! ¡Qué júbilo
me causas mi pequeña almendra! ¡Qué fresco es tu olor mi hermosa amapola,
consuelo de mi alma atormentada! ¡Qué majestuosa te encuentras en esta mañana
linda azucena, corazoncito de otro botón de rosa blanca! ¡Cuántas penas llevas
en ti suave caléndula y no se queda atrás la melancólica camelia! ¡A pesar de
tu desdén te envío un beso clavel amarillo, tu pureza de espíritu hacen grandes
tus sentimientos! ¡Cruz de malta, ten piedad de la delicada dalia morada, debes
ser como el enebro que le brinda hospitalidad al diente de león!
Es así como comienzo a saludar a mis dulces
acompañantes en estos largos años de soledad, y no dejo de deslumbrarme con las
inmensas enredaderas, la virginidad de la flor de azahar o el atractivo de la
flor de lis; sostengo la respiración ante la belleza de la flor de mayo y me
dominan los caprichos del geranio. Girasoles, higueras, jazmines, laureles,
lirios y magnolias se inclinan suavemente ante madre selvas, margaritas,
mirtos, nardos y novios.
En este reencuentro con mi ser no dejo de sentir
paz ante el suave aroma del olivo e inclino mis rodillas para venerar el
encanto, muy femenino, de la orquídea. Pensamientos, rosas, sándalos,
tulipanes, violetas, saúcos, tréboles, la zarza mora, hacen el milagro natural
de vencer cada obstáculo en este claustro del cual nunca saldré y que me lleva
al caos de la resignación.
Llevó más de dos horas en medio del jardín y vuelve
a apoderarse de mí la incertidumbre. Mientras golpeo la tierra con el talón de
mi zapato, observo todo a mí alrededor para luego, en la noche, tener la
oportunidad de remembrar todo en mi mente y así alimentar esta angustia.
Paredes, pasillos, puertas, rejas, comedores, garitas, guardias, reclusos;
todos van ocupando un lugar especial en mi mente.
Me concentro en el guardia que está al lado derecho
de la entrada principal del penal. Lleva horas enteras observando al horizonte;
no sé qué ve, porque desde mi posición alcanzo a mirar solo la mitad de su
camisa color azul rey con charreteras blancas, un gorro del mismo color y un
fusil del setenta y cinco.
Pienso en su situación y asemejo que soy él y no
yo: una familia numerosa que me espera ansiosamente cada tarde. Tal vez, cuatro o cinco hijos (tres mujeres y
quizá dos varones). Su prominente panza
me lleva a pensar que cada semana en su día de descanso visita puntualmente el
bar olor almizcle donde se escucha la música tanguera argentina, se juegan a
los dados, a las cartas o al billar los últimos restos de la pasada quincena,
y al final del día se es arrastrado al
hotelucho de mitad de cuadra, por la prostituta barata que desgasta su vida
tras bambalinas con algunos conductores o empleados públicos.
Con sus ojos azabaches recorro el horizonte.
Montañas bañadas de un amarillo intenso formando figuras en mí imaginación.
Nubes blancas y lejanas que forman y deforman animales, ríos y dragones que
liberan una batalla sin fin contra la nada.
Y allá, a lo lejos, quizás más lejano de lo que se
pueda imaginar, el viejo árbol, con sus chamizos que han brindado sombra y
sabiduría a sus humildes habitantes de generación en generación. Así debe ser
día tras día mientras el sol se apuesta en lo alto del firmamento. Esa es su
rutina, su eterno existir; pues, del otro lado, sólo hombres enjaulados igual
que perros van y vienen como buscando un tesoro escondido en el rectángulo del
patio mayor: su libertad.
De repente gira su cabeza y encuentra mi mirada,
que inmediatamente abandona el cuadro de la garita y vuelve de nuevo a su
situación. Debí sonrojarme, puesto que siento calor en mis pómulos.
Sesgadamente vuelvo a mirar de reojo y me doy cuenta que él me mira fijamente.
Me doy a pensar que ya es él quien piensa en mi situación.
De pronto llega muy despacio, pero firme, uno de
los guardias que siempre se apuesta junto a la cafetería del penal. Me toma por
mi hombro y lo aprieta con firmeza. –Guarda tus cosas, ve a tu celda, dúchate y
ponte ropa presentable; hoy es tu cita con el psiquiatra –.
Me incorporo
y me dirijo a la celda pensando en el doctor Brite. Para ser sincero, este encuentro
ya lo había olvidado.
3
El psiquiatra
En aquella sala de recibimiento todo tenía olor a
perfume francés. Unas cuantas sillas color verde esmeralda, y en toda una
esquina triunfante confundía sus enormes hojas una palma y los rayos de la
lámpara de neón. La puerta de acceso al consultorio era de color café claro
seguida de una rejilla, en su centro superior un letrero roído y desgastado
dejaba leer “Asistencia Social”.
Pasaron por lo menos veinticinco minutos hasta que
el preso de la celda diecisiete salió. Llevaba en su mano derecha, entre sus
dedos, un cigarrillo medio gastado. Se quedó frente a la palma de espaldas,
pitando rápidamente el puro para regresar de nuevo a la celda.
Tres minutos más tarde apareció el guardia que
siempre nos acompaña después de cada sesión. Me dio una orden seca con su voz
ronca y desgastada por el alcohol, y se llevó esposado al cliente de la
diecisiete.
Entreabrí la puerta y lo único que logré visualizar
fue una cabeza medio calva y despeinada, que se inclinaba sobre un escritorio.
Era el doctor Brite, quien se encontraba terminando el informe del preso de la
diecisiete. Me invitó a seguir y esperar un instante mientras él terminaba
dicho informe. Aproveché estos minutos de pausa y silencio para observar el consultorio.
Un escritorio, una silla y un diván. Este último de
terciopelo oscuro. La luz entraba por el costado izquierdo de una ventana que
llevaba una cortina amarilla. Encima del escritorio unas cuantas carpetas,
varios lapiceros y una colección de cuatro o cinco caballitos de madera que el
señor Brite había recibido de sus allegados y de algunos reclusos. Detrás del
escritorio se encontraba él, posicionado en una silla estilo Luís XV, de color
plateado.
Pasaron por lo menos quince o veinte minutos hasta que
el doctor me invitó a acostarme en el diván. Complacido lo hice, pues, pocas
veces, gozo en la prisión de este beneficio. Con mi mente en blanco esperé por
lo menos otros siete minutos más hasta que el asistente social, como aparecía
en el letrero de la entrada de la puerta del consultorio, casi a punto de caer,
hizo revisión de mi expediente depositado en la carpeta azul.
El psiquiatra comenzó con una pregunta sencilla: −¿Cómo
han seguido tus rosas?
Le aclaré que no eran rosas únicamente, que más bien
era un jardín.
Inmediatamente comenzó a releer el expediente y las
tres citas que habíamos tenido en este mismo consultorio. El silencio en un
principio era tan profundo que escuché cómo una a una las olas del mar
golpeaban la base de la antigua construcción carcelaria.
−No comprendo todavía tu encierro en este lugar y
menos aun tú condena. Veo que faltan
algunos detalles que fueron omitidos en las primeras indagatorias. Además de
que no tuvieron en cuenta lo del misterio del jardín−. Lo observé fijamente y
comencé de nuevo mi relato.
−Todo empezó con un pequeño sueño de juventud. Mi memoria no ha querido borrar aquel día en
que, por mi camino, se atravesó una mujer.
Desde que mi pensamiento forjó en ella el deseo de tener un hijo, mi ser
corrió en cada gota de mi sangre a gran velocidad por venas y arterias.
Cada paso, cada instante de mi vida se ligó a
ti. Desde que despertaba en la mañana
llegabas a mí. Me envolvía en la esperanza de los momentos que habríamos de
vivir juntos. Pensaba en tu alegría, sencillez, dulzura, pureza e inteligencia.
Sin embargo, la felicidad de tener un hijo tan
especial y único, por el cual regalaría hasta la última lágrima de mis ojos, o
hasta secaría en el fuego abrazador la última gota de mi sangre, se vio
empañada por la crueldad del destino, que se empeñaba en separarme ciegamente
de aquel ideal…
4
De cómo se conocieron el
botón de rosa blanca y la flor de azahar
Todavía recuerdo aquellas tardes y no me explico
por qué estoy aquí frente a usted, señor Brite. La inocencia es el tesoro más
bello que un hombre puede recibir.
Las calles todavía cargaban un aíre de primavera
cuando llegó a la vecindad. Sus rizos dorados ofrecían la inocencia y la
virginidad que lleva impregnada la flor del azahar.
Aquel día, todo el lugar estaba agitado y se sentía
en el aíre un ambiente festivo. Un camión se estacionó precisamente frente a
donde estaba yo sentado, leyendo una novela de un escritor español. Niños,
jóvenes y vecinos, inmediatamente, notaron la novedad y se agolparon alrededor
del vehículo.
Algunos para ayudar, pero en su mayoría para
fisgonear. Sus ocupantes fueron bajando, uno a uno fueron bajando del camión, e
inmediatamente se dirigieron a la casa de puertas rojas que pertenecía a la tía Nina −por cariño le decíamos así a la
hermana de mi abuela− (este detalle de la tía lo descubrí años después de que
los Bimball habían habitado aquella casa antigua).
De repente, se bajó ella de la parte delantera del
vehículo. Sus rizos dorados llamaron inmediatamente mi atención. La mire y por
fragmentos de segundos mi mente estuvo en blanco. Luego, empecé a observarla
detenidamente. Fue tanta la impresión,
que desde los diez o quince metros que nos distanciaban, alcancé a sentir el olor
de su vestido. Sentí un vacío bajo mi
diafragma y no fui capaz de retomar la lectura aquella tarde.
Pasaron tres o cuatro horas cuando ya me encontraba
frente a la puerta de la vieja casa tocando su ala derecha color rojo. No sé sí
fue por casualidad que la joven rubia atendió al llamado. Mi susto fue enorme;
no entendía su presencia ahí y menos la mía. No pude hablar, solo tartamudee
algunas palabras. Le manifesté el deseo de verla la noche siguiente. Ella me
contestó que estaba de acuerdo y me retiré espantado y aturdido. Cuando ella cerró
la puerta corrí y mi corazón latió más de prisa. Por primera vez me sentí
confundido. No entendía lo que me estaba pasando.
Fueron ocho felices meses en los cuales mi vida y
mi entorno giraban exclusivamente alrededor de la niña de rizos de oro y mejillas
rosadas. Más, todo llega fatídicamente a su
fin, cuando uno menos lo espera y por causas incomprensibles que marcan,
como el hierro al ganado, nuestro corazón.
La noche, a pesar de que estaba muy estrellada, se
tornaba triste. Cuando llegué a la puerta y tuve la oportunidad de tenerla al
frente, noté que sus ojos no brillaban como siempre. Sin embargo, uno nunca
espera, por detalles como estos, la fatalidad.
Durante las dos horas o más, en las que estuve con
ella note un silencio insondable que no comprendía, pero que trate de
disimular.
Cuando me dio el último beso, sus labios sólo
pronunciaron palabras secas que penetraron como un cuchillo por mis oídos e
hirieron directamente mi corazón y mi alma: “Hoy terminan nuestros encuentros,
no quiero continuar contigo”. Rogué, insistí y busqué razones donde no las
había, pero su negativa fue única.
Aquella noche fueron varias las horas en las que mi
llanto se sintió en el cuarto de mamá −ella luego me lo confesó−. La busqué
por semanas enteras, pero todo fue en vano.
Aprendí esta lección: una mujer, cuando toma una
medida de este talante es irreversible. Lección que generalmente un hombre
desacata.
Años más tarde, la encontré en una avenida de la
ciudad. Su hermosura continuaba a flor de piel; más esbelta pero con sus rizos
más opacos y sus labios más marchitos. Mi corazón, cuando la vio, latió tan de
prisa como cuando cerró la puerta de aquella casa en la noche en que la conocí.
La observé de pies a cabeza. Definitivamente bella.
En este encuentro fortuito me pude enterar que, dos
años más tarde de haber terminado nuestra relación, se había ido a vivir con un
teniente que cumplía su servicio en el pueblo. Ya tenían dos hijos. Se había
separado debido al maltrato físico y mental que por varios años había recibido
de parte de él.
Cuando terminé este relato, el señor Brite me
observaba con su mano bajo el mentón y los dedos de la otra mano golpeaban el escritorio;
sus pequeñas gafas caían un poco inclinadas sobre su aguileña nariz. Lo mire
fijamente a los ojos y así permanecimos durante varios minutos…
5
De cómo se experimenta con
la rosa amarilla
Ahora estoy de nuevo entre estas cuatro paredes,
pensando en las entrevistas que he tenido con el doctor Brite.
Así como fueron llegando ellas, así mismo tuve la
osadía, años después, de empezar a cultivar mi jardín en la parte trasera de la
casa donde viví mis primeros años.
Cada flor sembrada en aquel jardín ha traído
consigo una historia, un olvido, una traición. Han sido años insaciables y
recuerdos incurables que han marcado mi destino para siempre. No en vano se
madura, para recoger una a una las espinas y abrojos del camino y reconstruir
tu ser a pedazos como quien intenta enlazar sueños que nunca le pertenecieron.
En la vida de cada hombre se conjugan una serie de
condiciones que, a cada instante, con su fluir, moldean su destino. Todos, sin
querer, estamos sujetos a que en nuestra cotidianidad se nos presenten un sin
número de circunstancias, que a futuro, pueden representar nuestra fortuna o
nuestra desdicha.
Somos luceros que, sin luz propia, dependemos de
esos elementos llamados recuerdos, que aparecen a cada instante y que se
construyen con el desgaste de nuestra sangre.
Su influencia es tan poderosa que, en un principio, no notamos su
procedencia; pero, después, cuando pasa el cruel tiempo y los años se van
diluyendo como la espuma producida por las olas del mar, nos damos cuenta que
todo aquello influyó, nos marcó, nos encasilló, nos silenció, nos maduró; y
que, sin vacilación, se incrustó tan hondo en nuestro ser, que inevitablemente
lo pensamos y no lo podemos sacar de nuestro vano existir.
El mar se encuentra bravío, pues cae un fuerte
aguacero allá afuera. Siento cómo golpea la roca con fuerza desmedida. Esto
trae a mi memoria las semillas que sembré después de la flor de azahar: la rosa
amarilla, la orquídea y la zarza mora.
La primera respiraba infidelidad pura −ejemplo que
me quedó por siempre−; la segunda, era el vivo retrato del encanto femenino, la
tercera, me hizo vivir de obstáculo en obstáculo, tanto que al final, ninguno
de los dos logró vencer.
Fue a fines de un mes de mayo cuando la conocí.
Todo fue una treta del destino. Ella vivía con un tipo que había conocido en
los años sesenta cuando la onda “hippie” estaba en todo su furor. Una noche,
después de que hicimos el amor, me ultimó detalles acerca de la manera como se
había enrolado en dicha aventura con un ser que en la actualidad detestaba más
que al peor de sus enemigos.
Entre sollozos, y todavía reflejando un poco el
susto que le había ocasionado aquella aventura, me contó lo siguiente: −“Tenía
quince años cuando él fue a mi casa, en Macerán, invitado por mi hermana;
seguramente entre ellos habían mantenido una relación sentimental y de cama
mucho tiempo atrás, pues mi hermana, desde muy joven, se había tenido que
prostituir para poder mantenernos a las otras tres y a un hermano, que, de
tanto vagabundear, fue asesinado donde periódicamente se aparece el diablo para
carnavalear.
Joven e ilusa, cuando lo conocí, me pareció muy atractivo
por sus cabellos rizados, sus ojos grandes color azabache y sus dos enormes
patillas que le daban un aire de gran macho. Además, conversaba fluidamente y
como el encantador con la serpiente, yo caí.
Una semana después viaje con él a Yaquiranbar, pues
me decía que era vendedor de mercancía en los principales puertos del país. Con
este pretexto y el de librarme de la extremada pobreza, sumada a las noches
interminables de borrachera de mi madre, debido al dolor que le había causado
el que mi padre fuera asesinado en la guerra que habían propiciado los
cari-cortados y los desposeídos, me embarqué con él.
Ya en Yaquiranbar y con sólo una noche y unos
cuantos tragos de más, aprovechó y me violó. El dolor fue enorme y desde ese
entonces pensé que no valía la pena tener “un príncipe azul” y me dediqué a
buscar amantes casuales. Sin embargo, con cada borrachera, mi cuerpo sucumbía a
la fecundación, y ya son tres hijos de
ese bastardo” −, concluyó.
Aquella noche salí a deambular por las calles del
pueblo como lo hacía siempre. Entre ir y venir por sitios solitarios y
concurridos, me encontré con un joven de tez morena, vestido con jeans y
chaqueta color gris; ojos rasgados y cabellos indios de color negro. Nos
saludamos sin detener nuestra marcha a pesar de que íbamos en direcciones
contrarias. Lo último que le pude escuchar con gran claridad era que su madre
estaba sola.
A partir de este momento mi espíritu se turbó. Mi
cerebro giraba con mucha intensidad y en un instante me encontré golpeando
aquella puerta de madera verde oscura.
Ella se encontraba sola en casa cuando fui a
visitarla. Al abrir la puerta me recibió con un beso, un tanto extraño, en mis
labios. Sentí los suyos como el fuego. Esto acabó de turbar más mi pensamiento.
Sin embargo, lo ignoré. No pronunciamos palabra alguna; aquellos primeros
minutos fueron bañados por un absoluto silencio.
Estando sentado en el sillón de la sala principal
de aquella casa, y a punto de dormirme del tedio, sentí que algo recorría mi
cuerpo.
Empezando desde mi estómago, pasando por el pecho y
luego trepando por mi cuello, llegó finalmente a mi rostro; allí repasó
suavemente mis labios: era su suave mano.
Esa mano que como una serpiente, producía
escalofrío. Mi pensamiento se nubló, mi cerebro quedó totalmente en blanco y mi
cuerpo comenzó a emitir el sudor que produce el hielo al ser derretido por el
calor. Los minutos siguientes parecieron extraños...
Luego, me vi atrapado en un beso apasionadamente
calcinante. Quise escaparme de aquel atropello. Pero, como una hiedra, ella me
aprisionó. Después de unos cuantos besos intensos, nos fuimos desplazando hacia
la habitación contigua. Quedamos desnudos sobre la cama, acariciándonos con la
furia de los amantes que el destino ha separado por mucho tiempo.
Ella, como una fiera que quiere devorar a su presa,
me acorraló. Mi instinto de hombre llevó mi mano a recorrer su cuerpo pequeño y
exquisito, del mismo modo que el olfato lo hace con el perfume. Le acaricié con
fuerza las piernas hasta llegar a sus glúteos. Su piel bronceada por el sol
caribeño, poseía un vientre magnífico que me ahogó en placer. En ese momento
ella me llevó a que navegara, con furia, en el mar de su sexo.
El sudor recorrió nuestros cuerpos como un
manantial y la turbulencia del acto fue el comienzo de una larga temporada de
encuentros furtivos, como los más expertos amantes. Un pequeño lapso de tiempo
sirvió para que el acto quedara consumado.
Cansados, asustados y sin cruzar ninguna palabra,
volvimos a vestirnos. Yo pensaba en la entrepierna de ella y buscaba una
explicación lógica a la ausencia de su bragueta cuando había iniciado las
caricias en su piel. Ella me enseñó el arte de la infidelidad y la exquisitez
de estar en brazos de una mujer.
Fueron días muy alegres, muy locos, muy fervorosos.
Recuerdo que empezando aquel año ella me comentó que viajaría al viejo
continente, y que detrás de ese viaje seguiría mi partida para estar al lado
suyo.
Al principio no lo creí; me torne reaccionario y
celoso; pensé que las cosas no se darían.
Transcurrido un tiempo, ella se fue.
A finales de esa temporada recibí una llamada
inesperada. Era ella, avisándome que el boleto para mi viaje ya estaba en la
capital; que tramitara la visa, que la papelería necesaria para tal efecto ya
venía en camino. Fue una fortuna, lo confieso.
El destino nos llevó con nuestro romance al viejo
Aporue. Después de haber dejado aquel hippie y sus juegos de azar para visitar
sus hermanas, que por años estuvieron ejerciendo la profesión más antigua en
tierras de Van Gogh.
Allí, los primeros días fueron marcados por la
fatalidad, puesto que no tuvimos una comunicación acertada: su corazón estaba
envenenado con las creencias y los dogmas de una secta religiosa que atrapaba
todo su interés. Desapareció el encanto dejado tiempo atrás, cuando había
nacido nuestro hermoso romance.
Después de noches muy oscuras y largas jornadas de
persistencia, logré convencerla, y volvió a ser la misma que yo había conocido.
De ahí en adelante fueron días de relativa calma;
días de amor, días de trabajo, días de pasión y locura; apacibles y contentos.
Hasta que por obra del destino las cosas volvieron a cambiar.
Durante meses enteros me sentí manipulado por sus
caprichos. Solo, aburrido, sin trabajo, sentía que estaba en el lugar
equivocado. Conversaba acerca de esta situación con ella. Pero discutíamos
hasta el punto de pelearnos. Las razones eran tan diversas, pero a la luz de la
razón eran estúpidas.
Todavía recuerdo con rabia la manera como fui
echado a la calle, donde reinaba un ambiente desolador y triste, además, con
diez grados bajo cero. Ella fue tan cruel como una hiena, y sin ninguna
compasión me obligó a vivir una verdadera tortura aquella noche. Insistí que no
tomara esa decisión en momentos tan acalorados, pero no tuve éxito. Resolví
entonces amanecer en la playa y replantear dicha situación y, por qué no, de
paso, toda mi vida.
Fue una noche fatal. Lamenté estar tan lejos de mi
familia, de mi terruño. El mar estaba bravío y rugía con la fuerza espantosa de
un león herido. Toda la madrugada fue huracanada y el viento en toda la noche
se aprovechó brutalmente de mi condición, como sí supiera de mi dolor y de mi
soledad.
Medio empapado, busqué refugio en una caseta donde
se esperaba el tranvía. El frío era insoportable, a pesar de tener la
indumentaria adecuada. Mi cuerpo
permaneció helado toda la noche. Mis ojos, envueltos en la escarcha de la nieve
que venía a golpearlos con el viento, contemplaban la lejanía de un faro en la
costa, los golpes fuertes al llegar las olas de la playa, la espuma misteriosa
que dejaba el océano contra el acantilado y la densa niebla que rodeaba la luz
del farol que bailaba sobre mi cabeza. Qué panorama tan desolador.
Sentía la amargura dentro de mí. Las palabras de
ella en el momento de la discusión rondaban mi pensamiento, y como un martillo
golpeaban constantemente el casillero del recuerdo. Así la pase largo tiempo
durante aquella noche y parte de la madrugada.
Cuando la luz del alba cegó mis pupilas regresé a
la casa. No crucé palabras con ella hasta el tercer día, cuando ella, de manera
descarada y sin ningún remordimiento, sólo con reproches. Yo ya había meditado
profundamente y ese día tomé la decisión de devolverme para Acirema, mi tierra
natal. Fue en lo único que nos pusimos de acuerdo.
Y como en toda aventura entre amantes, así terminó
nuestro romance. Regresé a Acirema y empecé a rehacer mi vida como el joven que
era. A pesar de que me invadía el caos y la nostalgia, me llené de esperanza al
pensar que el verdadero amor estaría esperándome.
El último encuentro que tuve con ella fue más para
preguntar el uno sobre el otro, que para recordar nuestras viejas andanzas y
nuestras incurables rencillas. La encontré más madura pero guardando en esencia
el perfume de la rosa amarilla que siempre fue.
6
De cómo se siembra la
semilla del nardo
Desde hace aproximadamente un mes no ha parado de
llover. Durante días enteros ha sido tanto el torrente aguacero, que más parece
un huracán que nace en las profundidades del océano. El mar se escucha bravío y
el golpe de las olas contra las rocas es infernal.
La celda se ha tornado más fría que de costumbre y
parece ser que la rata que me hacía compañía durante la noche ha muerto
ahogada, pues, son varias las noches que no he notado su presencia.
El invierno también ha servido para que los olores
nauseabundos desaparezcan. Cuando se
oculta la luz del sol, mitigo el hambre y la soledad percibiendo la espuma que
deja la ola contra la roca y el espiral salado que deja en el ambiente.
De repente, escucho cómo el guardia forcejea con la
aldaba de la prisión y después de algunos minutos abre y me ordena salir rumbo
a la oficina del director del penitenciario. En el camino me encuentro con tres
compañeros de prisión que también son conducidos ante el director.
Ya en la oficina, y ante el director cuyo apellido
es Cuervo, se nos ordena recoger una vestimenta (para más precisión unos
overoles), salir al baño, cambiarnos y regresar en cinco minutos.
Pasados los cinco minutos y de nuevo en la oficina
observamos cómo el señor Cuervo, un sargento retirado de la policía, cuyos
bigotes cenizos montan tímidamente sobre su labio superior, enciende con
desesperación un puro original de la habana revolucionaria. Sus manos tiemblan
porque está en sus comienzos la enfermedad de Párkinson, no así su voz se
estremece para emitir sus órdenes.
Íbamos a ser enviados a recoger unos cadáveres que
habían encontrado a la orilla de uno de los ríos, en la población más retirada
de la provincia. Según el director, se encontraban en estado de putrefacción
(al parecer llevaban allí dos meses y medio desde que se había perpetrado
una masacre en las casuchas ribereñas de
dicha población).
El viaje me sirvió para volver a percibir el olor
de los árboles y la tierra firme bajo mis pies. Durante todo el camino estuve
recordando algunos espacios de mi infancia, cuando solía viajar con mi padre a
sitios remotos y desconocidos para hacer trabajos de electrificación.
Fueron cinco esplendidas horas, que normalmente a
cualquier viajero conducirían al cansancio, pero que en mi renovaron un pasado
que, aunque hermoso, estaba perdido.
La otra realidad del paisaje estaba enmarcada por
los parajes, chozas y lugareños llenos de pobreza; sumergidos también en medio
de letreros absurdos de guerra. De esos mensajes recuerdo, con un desliz de
nostalgia y con mucha rabia uno de ellos: “Bienvenido al territorio de paz.
Aquí procuramos que se respete en todas sus formas al ser humano y al
ambiente”. Estúpidos, yo no sabía que dicho patrimonio tan importante se
cuidaba con bombas, secuestros y muerte.
Cuando llegamos a aquella población, más parecía un
caserío abandonado a su suerte que otra cosa. No nos permitieron bajarnos a descansar,
sino que el automotor siguió su recorrido hasta los límites del río. Al bajar
en aquel sitio nos esperaba una canoa que iba a ser remada por dos negros de la
zona. Al parecer fueron contratados para esta misión.
Mal contadas fueron dos horas río abajo, hasta
llegar a un pequeño estrecho en el cauce donde nos despedimos de la canoa y
comenzamos la travesía por entre selva espesa y húmeda.
No sé cuánto tiempo caminamos, pero a medida que
nos acercábamos al sitio de la tragedia el olor nauseabundo y putrefacto
aumentaba. Con nuestros uniformes color naranja, para ser identificados por si
alguno quería darse a la fuga, y encadenados por la cintura, caminábamos a dos
metros de distancia el uno del otro.
El olor era
tan fuerte, que el tapabocas improvisado (nuestras camisas), no fue
suficiente para evitar sentir que las entrañas luchaban ferozmente para salirse
por boca y nariz. Ocho cadáveres se encontraban allí. Los fuimos sacando en
nuestros hombros, envueltos en bolsas plásticas, para transportarlos al lugar
donde nos había dejado la canoa y dónde nos aguardarían para el regreso.
En la noche, y después de haber dejado los
cadáveres en la morgue improvisada de aquel caserío, nos llevaron a pernotar al
hospital. Este era el sitio más seguro para tener reclusos de alta
peligrosidad, que era como estábamos rotulados.
Luego de un placentero baño, quise dormir un poco y
preferí estirarme en el suelo, en vez de hacerlo en la camilla de aquel cuarto
de hospital.
Había transcurrido un largo rato porque cuando
desperté, noté el croar de las ranas y el zumbido del viento entre los árboles
que circundaban el hospital.
Al despertarme no sentí hambre y tampoco hice
ningún esfuerzo por preguntar por la cena. Estiré mis piernas contra la pared,
en la que se apostaba una ventana enrejada color plateado para recibir el aire
fresco de la noche; cerré mis ojos y dejé mi mente en blanco.
De repente se abrió la puerta que estaba detrás de
mi cabeza. Mire hacia atrás y observé que se trataba de una enfermera. Ella no
había notado mi presencia, puesto que se dirigió a una pequeña vitrina donde se
apiñaban varios medicamentos. Estaba de un blanco impecable y la tela del
pantalón que lucía era de una seda transparente que resaltaba las curvas de su cadera. Su cabello color
caoba caía sutilmente hasta su cintura y brillaba intensamente. Fueron varios
los minutos que gaste detallándola. Esto provocó en mí una extraña sensación
que hizo que me incorporara y con instinto felino caminara hacía ella.
Me le acerqué por su espalda, y ella al sentir mi
presencia giró de inmediato; abrió sus ojos rasgados y pardos e intentó gritar;
más yo, con mi mano izquierda tape su boca para impedirle el ruido y fue ahí
cuando sentí sus labios suaves y candentes de color carmesí.
Inmediatamente y sin darle tiempo de tomar alguna
reacción, le expliqué que no le iba a
hacer daño; ella se calmó un poco y sólo dejó que yo siguiera con mis
pretensiones.
La mire fijamente durante un instante; bajé mi mano
izquierda, y con una rapidez fulminante su mano buscó mi mejilla. Reaccioné y
simultáneamente la sujeté por la cintura y la besé fugazmente.
Extrañé un poco el que no hubiese querido
forcejear, y a la vez pensé que era tanta la soledad y la ausencia de un hombre
en aquellos parajes, que su necesidad se sobreponía al instinto de
conservación.
Permanecimos en silencio y mis sentidos esperaban
su reacción. No gritó, no hizo nada, se
quedó inmóvil.
Fue en ese instante cuando mi mano le recorrió el
muslo hasta llegar a su entrepierna. Era suave; decidí entonces, hundir mi mano
entre sus pantaletas, para lo cual no obtuve ninguna resistencia. Se estremeció
y lanzó un leve quejido que agitó el impulso de mis venas. Me abrazó con
fuerza, y con instinto femenino me llevó hasta donde estaba la camilla. Besó mi
pecho hasta encontrar mis labios. Como
animal salvaje la tomé en mis brazos con furia y sin dejar de besarla la
desnudé. Poseí su carne tantas veces como pude y en cada gemido la besaba como
buscándole el alma. Nos amamos con frenesí.
Al terminar se levantó apresuradamente y se vistió.
Antes de salir del cuarto del hospital, y abrazando un ala de la puerta
pronunció su nombre y se fue.
Jamás la volví a ver. Regresé a la prisión y sólo
guardo la huella imborrable de sus besos, el fuego de su vientre y su nombre:
Sheila.