sábado, 18 de mayo de 2019

EL LADO OCULTO EN EL JARDIN (fragmento)



E L   L A D O   O C U L T O

E N   E L   J A R D I N

EDUARDO A.  VALLEJO LONDOÑO












“Cuando sufras no formules ninguna queja. Revestir de palabras al dolor es dar un cuerpo a lo que quizá sólo sea una sombra”.
 Mme Amiel  Lapeyre


"El hombre ignora el hecho de que la vida es un eco: lo que uno da lo recibirá tarde o temprano, y es la ignorancia de este hecho lo que hace al hombre desconsiderado".
Hazrat Inayat Khan




El ser humano sostiene su existir a base de sueños. Puede que nos encontremos en los tiempos modernos. Que la tecnología y los avances científicos hayan absorbido los valores y la libertad de los hombres. Puede ser también, que el dinero esté borrando todo trazo de ternura y sentimiento. Pero yo creo en el poder de la palabra, y más si con ella se forja, se sostiene, se construye, y hasta se puede rescatar el mayor de los tesoros: el amor.


A mis hijos, Joan Sebastián, Juan Pablo, Salomé y Guadalupe.  Mi bálsamo y mi sostén.



Agradecimientos

Este es un himno de exaltación a las mujeres que nos forjan como verdaderos y auténticos hombres

A María del Rocío, mi madre, quien mientras vivió a mi lado, me demostró que con las palabras podemos pintar la existencia y la muerte con colores insospechados.

A todas las doncellas que me enseñaron que amar es también morir en aguas misteriosas, y que el destino es algo que está escrito y que uno signa con su actitud.

A María Alejandra, mi esposa, mi compañera, mi amiga, mi amante, mi confidente,  quien a través del cristal de su alma me rescató de la oscuridad y me reveló que el amor no es ni una cárcel ni un rincón, sino una opción cargada de sueños, imaginación, deleite y renuncia. Eres mi ambrosía.

A todas las mujeres que en su corto viaje a mi lado me ilustraron el carácter esquivo e irresistible de la naturaleza femenina, fragancia esencial de las flores de mi jardín.

 A esa niña que estando ausente, confinada en un hermoso sueño, se volvió la más sublime realidad: Desde aquel valle hasta la hermosa sierra en el espejo también se ven los mares pienso en la niña; con pies en tierra correr, gritar, hablar…por estos lares. Salomé, mi dulzura y mi inspiración.


A esa mujer, la literatura, quien siendo atrevida, rebelde y desinhibida, me llevó de paseo por las dunas y desnudó mi fragilidad frente a un enigmático espejo. Así, al lado de Margrite Yourcenar, Marguerite Duras y Anais Nin aprendí a dar rienda suelta a todos mis deseos.

Amar es como emprender un viaje y todo viaje es una iniciación, porque en toda iniciación hay algo que muere y es a la vez el camino a la muerte, porque sino, como vamos a aceptar morir, si creemos que no hay ausencia, que no hay dolor.

A esas dos mujeres, mis hermanas; todo el afecto lo llevo aquí cercano. En las mañanas el recuerdo, aunque ambiguo, es alegre, así su voz, sus besos y abrazos se encuentren muy lejanos...A Liliana y Luisa, por quien pido todo el bien más nunca el mal  y que logremos alcanzar justicia eterna del amor celestial!

  Por todo lo anterior, me considero un bendecido entre todos los hombres.



Índice













P R I M E R A

 

P A R T E








1

Una noche en la celda


Ahora me encuentro en esta cárcel. Nunca pensé que después de tanto tiempo volvería a sufrir tanto dolor. Observo a mí alrededor y solo cuatro amarillentas paredes hablan con sus grafitis de la soledad que golpea a mi corazón; el cual se desangra gota a gota dentro del pulso de mi existir.

 Son las dos treinta de este frio amanecer  silencioso; el rayo de luna golpea fuertemente mi pupila hasta hacerla llorar. Ocupo un metro cuadrado en la esquina lateral del cuartucho húmedo. Doblo mis piernas y las abrazo para sentir el calor de mi piel. Entre ellas inclino mi cabeza y siento el hedor que los pantalones han recogido en todos estos meses de encierro. No pienso sino en el próximo campanazo que anunciará el cuarto de hora que recorre lentamente el comienzo del día.

Han pasado tres horas, lo sé, porque muy puntualmente la rata color gris, que comparte conmigo el aposento, ha salido con rumbo a la tubería que conduce al comedor desde la cloaca donde yacen esparcidas todas mis heces del día anterior.

Me incorporo y la sigo; ya no me tiene miedo; en su recorrido recojo el olor de la cloaca, mi diafragma se contrae y experimento nauseas. Pego mi rostro a la pequeña rejilla que se encuentra en la parte alta del muro lateral que linda con el océano. Siento su fresco aroma; lleno con él mis pulmones. Este es mi mejor alimento en las madrugadas y con el de hoy ya son mil ochocientas treinta y siete veces que lo hago. Cómo ha corrido el tiempo desde aquella noche funesta.

De repente escuchó pasos y algunos lamentos lejanos. Es el guardia nocturno que cada madrugada asiste a la última celda del fondo para golpear y bañar con agua helada al "poeta", como llamamos al preso que rasguña su vientre para poder calmar su angustioso dolor.

Llega prontamente la madrugada y con ella el pequeño rayo de sol que se cuela por la rendija de mi ventana, y viene a brindarme un poco de calor.

Este simple espectáculo me hace caer en un sopor que termina por vencerme en las llegadas del alba.

Transcurren los minutos y se escucha el rechinar de los barrotes de cada una de las celdas, cuando el guardia, que ha acabado de recibir su turno, pasa por cada cubículo y nos hace erguir para ser contados luego, en el patio.

Aproximadamente son las seis y treinta a.m. y estamos todos desnudos apiñados en medio de un corredor. Otro guardia pasa ligeramente con una manguera y nos golpea con el chorro de agua helada que quema nuestros cuerpos.

Pasamos en fila por un “bongo” donde se nos sirve un insipiente chocolate y una migaja de pan.

Me dirijo al centro del patio donde recojo un pedazo de periódico del día anterior, medio sucio, medio rasgado y termino un poco distraído en la butaca improvisada de palos y ladrillos que hemos construido para desayunar al aire libre.

Las noticias no son muy alentadoras: “Los costos humanos de este conflicto, estimados en más de quince mil  víctimas, de ellas diez mil civiles, deben pesar tanto como sea necesario para que este capítulo, ojalá final, de la guerra de Irak, no se convierta, lo reiteramos, en una frustración y un espejismo…”

Guerra. Humanos siempre en guerra, conflictos, peleas, riñas, armas, enemigos, desacuerdos. Pienso que hasta cuándo el ser humano irá a acabar con todo esta maraña de situaciones. Pero más que acabar, debería por comenzar a limpiar su interior que siempre se encuentra en conflicto.

A lo alto de una garita suena estruendosamente una sirena, traída de la segunda guerra mundial, anunciando que debemos iniciar nuestras labores diarias en el trabajo que impuso la dirección del penal. Viene a mi recuerdo la historia de los campos de concentración nazi. Más, el rosal, este nuevo rosal, hace que mis recuerdos se quemen en el olvido y reviva para mí una última esperanza. De este modo dirijo con prontitud mis pasos hacía mi atesorado jardín.



2

La tranquilidad del jardín


¡Muy buen día mi modesto alelí morado! ¡Qué júbilo me causas mi pequeña almendra! ¡Qué fresco es tu olor mi hermosa amapola, consuelo de mi alma atormentada! ¡Qué majestuosa te encuentras en esta mañana linda azucena, corazoncito de otro botón de rosa blanca! ¡Cuántas penas llevas en ti suave caléndula y no se queda atrás la melancólica camelia! ¡A pesar de tu desdén te envío un beso clavel amarillo, tu pureza de espíritu hacen grandes tus sentimientos! ¡Cruz de malta, ten piedad de la delicada dalia morada, debes ser como el enebro que le brinda hospitalidad al diente de león!
Es así como comienzo a saludar a mis dulces acompañantes en estos largos años de soledad, y no dejo de deslumbrarme con las inmensas enredaderas, la virginidad de la flor de azahar o el atractivo de la flor de lis; sostengo la respiración ante la belleza de la flor de mayo y me dominan los caprichos del geranio. Girasoles, higueras, jazmines, laureles, lirios y magnolias se inclinan suavemente ante madre selvas, margaritas, mirtos, nardos y novios.

En este reencuentro con mi ser no dejo de sentir paz ante el suave aroma del olivo e inclino mis rodillas para venerar el encanto, muy femenino, de la orquídea. Pensamientos, rosas, sándalos, tulipanes, violetas, saúcos, tréboles, la zarza mora, hacen el milagro natural de vencer cada obstáculo en este claustro del cual nunca saldré y que me lleva al caos de la resignación.

Llevó más de dos horas en medio del jardín y vuelve a apoderarse de mí la incertidumbre. Mientras golpeo la tierra con el talón de mi zapato, observo todo a mí alrededor para luego, en la noche, tener la oportunidad de remembrar todo en mi mente y así alimentar esta angustia. Paredes, pasillos, puertas, rejas, comedores, garitas, guardias, reclusos; todos van ocupando un lugar especial en mi mente.

Me concentro en el guardia que está al lado derecho de la entrada principal del penal. Lleva horas enteras observando al horizonte; no sé qué ve, porque desde mi posición alcanzo a mirar solo la mitad de su camisa color azul rey con charreteras blancas, un gorro del mismo color y un fusil del setenta y cinco.

Pienso en su situación y asemejo que soy él y no yo: una familia numerosa que me espera ansiosamente cada tarde.  Tal vez, cuatro o cinco hijos (tres mujeres y quizá dos varones).  Su prominente panza me lleva a pensar que cada semana en su día de descanso visita puntualmente el bar olor almizcle donde se escucha la música tanguera argentina, se juegan a los dados, a las cartas o al billar los últimos restos de la pasada quincena, y  al final del día se es arrastrado al hotelucho de mitad de cuadra, por la prostituta barata que desgasta su vida tras bambalinas con algunos conductores o empleados públicos.
Con sus ojos azabaches recorro el horizonte. Montañas bañadas de un amarillo intenso formando figuras en mí imaginación. Nubes blancas y lejanas que forman y deforman animales, ríos y dragones que liberan una batalla sin fin contra la nada.

Y allá, a lo lejos, quizás más lejano de lo que se pueda imaginar, el viejo árbol, con sus chamizos que han brindado sombra y sabiduría a sus humildes habitantes de generación en generación. Así debe ser día tras día mientras el sol se apuesta en lo alto del firmamento. Esa es su rutina, su eterno existir; pues, del otro lado, sólo hombres enjaulados igual que perros van y vienen como buscando un tesoro escondido en el rectángulo del patio mayor: su libertad.

De repente gira su cabeza y encuentra mi mirada, que inmediatamente abandona el cuadro de la garita y vuelve de nuevo a su situación. Debí sonrojarme, puesto que siento calor en mis pómulos. Sesgadamente vuelvo a mirar de reojo y me doy cuenta que él me mira fijamente. Me doy a pensar que ya es él quien piensa en mi situación.

De pronto llega muy despacio, pero firme, uno de los guardias que siempre se apuesta junto a la cafetería del penal. Me toma por mi hombro y lo aprieta con firmeza. –Guarda tus cosas, ve a tu celda, dúchate y ponte ropa presentable; hoy es tu cita con el psiquiatra –.

 Me incorporo y me dirijo a la celda pensando en el doctor Brite. Para ser sincero, este encuentro ya lo había olvidado.



3

El psiquiatra


En aquella sala de recibimiento todo tenía olor a perfume francés. Unas cuantas sillas color verde esmeralda, y en toda una esquina triunfante confundía sus enormes hojas una palma y los rayos de la lámpara de neón. La puerta de acceso al consultorio era de color café claro seguida de una rejilla, en su centro superior un letrero roído y desgastado dejaba leer “Asistencia Social”.

Pasaron por lo menos veinticinco minutos hasta que el preso de la celda diecisiete salió. Llevaba en su mano derecha, entre sus dedos, un cigarrillo medio gastado. Se quedó frente a la palma de espaldas, pitando rápidamente el puro para regresar de nuevo a la celda.

Tres minutos más tarde apareció el guardia que siempre nos acompaña después de cada sesión. Me dio una orden seca con su voz ronca y desgastada por el alcohol, y se llevó esposado al cliente de la diecisiete.

Entreabrí la puerta y lo único que logré visualizar fue una cabeza medio calva y despeinada, que se inclinaba sobre un escritorio. Era el doctor Brite, quien se encontraba terminando el informe del preso de la diecisiete. Me invitó a seguir y esperar un instante mientras él terminaba dicho informe. Aproveché estos minutos de pausa y silencio para observar el consultorio.

Un escritorio, una silla y un diván. Este último de terciopelo oscuro. La luz entraba por el costado izquierdo de una ventana que llevaba una cortina amarilla. Encima del escritorio unas cuantas carpetas, varios lapiceros y una colección de cuatro o cinco caballitos de madera que el señor Brite había recibido de sus allegados y de algunos reclusos. Detrás del escritorio se encontraba él, posicionado en una silla estilo Luís XV, de color plateado.

Pasaron por lo menos quince o veinte minutos hasta que el doctor me invitó a acostarme en el diván. Complacido lo hice, pues, pocas veces, gozo en la prisión de este beneficio. Con mi mente en blanco esperé por lo menos otros siete minutos más hasta que el asistente social, como aparecía en el letrero de la entrada de la puerta del consultorio, casi a punto de caer, hizo revisión de mi expediente depositado en la carpeta azul.

El psiquiatra comenzó con una pregunta sencilla: −¿Cómo han seguido tus rosas?

Le aclaré que no eran rosas únicamente, que más bien era un jardín.

Inmediatamente comenzó a releer el expediente y las tres citas que habíamos tenido en este mismo consultorio. El silencio en un principio era tan profundo que escuché cómo una a una las olas del mar golpeaban la base de la antigua construcción carcelaria.

−No comprendo todavía tu encierro en este lugar y menos aun tú condena.  Veo que faltan algunos detalles que fueron omitidos en las primeras indagatorias. Además de que no tuvieron en cuenta lo del misterio del jardín−. Lo observé fijamente y comencé de nuevo mi relato.

−Todo empezó con un pequeño sueño de juventud.  Mi memoria no ha querido borrar aquel día en que, por mi camino, se atravesó una mujer.  Desde que mi pensamiento forjó en ella el deseo de tener un hijo, mi ser corrió en cada gota de mi sangre a gran velocidad por venas y arterias.

Cada paso, cada instante de mi vida se ligó a ti.  Desde que despertaba en la mañana llegabas a mí. Me envolvía en la esperanza de los momentos que habríamos de vivir juntos. Pensaba en tu alegría, sencillez, dulzura, pureza e inteligencia.

Sin embargo, la felicidad de tener un hijo tan especial y único, por el cual regalaría hasta la última lágrima de mis ojos, o hasta secaría en el fuego abrazador la última gota de mi sangre, se vio empañada por la crueldad del destino, que se empeñaba en separarme ciegamente de aquel ideal…



4

De cómo se conocieron el botón de rosa blanca y la flor de azahar


Todavía recuerdo aquellas tardes y no me explico por qué estoy aquí frente a usted, señor Brite. La inocencia es el tesoro más bello que un hombre puede recibir.

Las calles todavía cargaban un aíre de primavera cuando llegó a la vecindad. Sus rizos dorados ofrecían la inocencia y la virginidad que lleva impregnada la flor del azahar.

Aquel día, todo el lugar estaba agitado y se sentía en el aíre un ambiente festivo. Un camión se estacionó precisamente frente a donde estaba yo sentado, leyendo una novela de un escritor español. Niños, jóvenes y vecinos, inmediatamente, notaron la novedad y se agolparon alrededor del vehículo.

Algunos para ayudar, pero en su mayoría para fisgonear. Sus ocupantes fueron bajando, uno a uno fueron bajando del camión, e inmediatamente se dirigieron a la casa de puertas rojas que pertenecía a  la tía Nina −por cariño le decíamos así a la hermana de mi abuela­− (este detalle de la tía lo descubrí años después de que los Bimball habían habitado aquella casa antigua).

De repente, se bajó ella de la parte delantera del vehículo. Sus rizos dorados llamaron inmediatamente mi atención. La mire y por fragmentos de segundos mi mente estuvo en blanco. Luego, empecé a observarla detenidamente.  Fue tanta la impresión, que desde los diez o quince metros que nos distanciaban, alcancé a sentir el olor de su vestido.  Sentí un vacío bajo mi diafragma y no fui capaz de retomar la lectura aquella tarde.

Pasaron tres o cuatro horas cuando ya me encontraba frente a la puerta de la vieja casa tocando su ala derecha color rojo. No sé sí fue por casualidad que la joven rubia atendió al llamado. Mi susto fue enorme; no entendía su presencia ahí y menos la mía. No pude hablar, solo tartamudee algunas palabras. Le manifesté el deseo de verla la noche siguiente. Ella me contestó que estaba de acuerdo y me retiré espantado y aturdido. Cuando ella cerró la puerta corrí y mi corazón latió más de prisa. Por primera vez me sentí confundido. No entendía lo que me estaba pasando.

Fueron ocho felices meses en los cuales mi vida y mi entorno giraban exclusivamente alrededor de la niña de rizos de oro y mejillas rosadas. Más, todo llega fatídicamente a su  fin, cuando uno menos lo espera y por causas incomprensibles que marcan, como el hierro al ganado, nuestro corazón.

La noche, a pesar de que estaba muy estrellada, se tornaba triste. Cuando llegué a la puerta y tuve la oportunidad de tenerla al frente, noté que sus ojos no brillaban como siempre. Sin embargo, uno nunca espera, por detalles como estos, la fatalidad.

Durante las dos horas o más, en las que estuve con ella note un silencio insondable que no comprendía, pero que trate de disimular.

Cuando me dio el último beso, sus labios sólo pronunciaron palabras secas que penetraron como un cuchillo por mis oídos e hirieron directamente mi corazón y mi alma: “Hoy terminan nuestros encuentros, no quiero continuar contigo”. Rogué, insistí y busqué razones donde no las había, pero su negativa fue única.

Aquella noche fueron varias las horas en las que mi llanto se sintió en el cuarto de mamá −ella luego me lo confesó−­. La busqué por semanas enteras, pero todo fue en vano.

Aprendí esta lección: una mujer, cuando toma una medida de este talante es irreversible. Lección que generalmente un hombre desacata.

Años más tarde, la encontré en una avenida de la ciudad. Su hermosura continuaba a flor de piel; más esbelta pero con sus rizos más opacos y sus labios más marchitos. Mi corazón, cuando la vio, latió tan de prisa como cuando cerró la puerta de aquella casa en la noche en que la conocí. La observé de pies a cabeza. Definitivamente bella.
En este encuentro fortuito me pude enterar que, dos años más tarde de haber terminado nuestra relación, se había ido a vivir con un teniente que cumplía su servicio en el pueblo. Ya tenían dos hijos. Se había separado debido al maltrato físico y mental que por varios años había recibido de parte de él.

Cuando terminé este relato, el señor Brite me observaba con su mano bajo el mentón y los dedos de la otra mano golpeaban el escritorio; sus pequeñas gafas caían un poco inclinadas sobre su aguileña nariz. Lo mire fijamente a los ojos y así permanecimos durante varios minutos…



5

De cómo se experimenta con la rosa amarilla


Ahora estoy de nuevo entre estas cuatro paredes, pensando en las entrevistas que he tenido con el doctor Brite.

Así como fueron llegando ellas, así mismo tuve la osadía, años después, de empezar a cultivar mi jardín en la parte trasera de la casa donde viví mis primeros años.

Cada flor sembrada en aquel jardín ha traído consigo una historia, un olvido, una traición. Han sido años insaciables y recuerdos incurables que han marcado mi destino para siempre. No en vano se madura, para recoger una a una las espinas y abrojos del camino y reconstruir tu ser a pedazos como quien intenta enlazar sueños que nunca le pertenecieron.

En la vida de cada hombre se conjugan una serie de condiciones que, a cada instante, con su fluir, moldean su destino. Todos, sin querer, estamos sujetos a que en nuestra cotidianidad se nos presenten un sin número de circunstancias, que a futuro, pueden representar nuestra fortuna o nuestra desdicha.

Somos luceros que, sin luz propia, dependemos de esos elementos llamados recuerdos, que aparecen a cada instante y que se construyen con el desgaste de nuestra sangre.  Su influencia es tan poderosa que, en un principio, no notamos su procedencia; pero, después, cuando pasa el cruel tiempo y los años se van diluyendo como la espuma producida por las olas del mar, nos damos cuenta que todo aquello influyó, nos marcó, nos encasilló, nos silenció, nos maduró; y que, sin vacilación, se incrustó tan hondo en nuestro ser, que inevitablemente lo pensamos y no lo podemos sacar de nuestro vano existir.

El mar se encuentra bravío, pues cae un fuerte aguacero allá afuera. Siento cómo golpea la roca con fuerza desmedida. Esto trae a mi memoria las semillas que sembré después de la flor de azahar: la rosa amarilla, la orquídea y la zarza mora.

La primera respiraba infidelidad pura −ejemplo que me quedó por siempre−; la segunda, era el vivo retrato del encanto femenino, la tercera, me hizo vivir de obstáculo en obstáculo, tanto que al final, ninguno de los dos logró vencer.

Fue a fines de un mes de mayo cuando la conocí. Todo fue una treta del destino. Ella vivía con un tipo que había conocido en los años sesenta cuando la onda “hippie” estaba en todo su furor. Una noche, después de que hicimos el amor, me ultimó detalles acerca de la manera como se había enrolado en dicha aventura con un ser que en la actualidad detestaba más que al peor de sus enemigos.

Entre sollozos, y todavía reflejando un poco el susto que le había ocasionado aquella aventura, me contó lo siguiente: −“Tenía quince años cuando él fue a mi casa, en Macerán, invitado por mi hermana; seguramente entre ellos habían mantenido una relación sentimental y de cama mucho tiempo atrás, pues mi hermana, desde muy joven, se había tenido que prostituir para poder mantenernos a las otras tres y a un hermano, que, de tanto vagabundear, fue asesinado donde periódicamente se aparece el diablo para carnavalear.

Joven e ilusa, cuando lo conocí, me pareció muy atractivo por sus cabellos rizados, sus ojos grandes color azabache y sus dos enormes patillas que le daban un aire de gran macho. Además, conversaba fluidamente y como el encantador con la serpiente, yo caí.

Una semana después viaje con él a Yaquiranbar, pues me decía que era vendedor de mercancía en los principales puertos del país. Con este pretexto y el de librarme de la extremada pobreza, sumada a las noches interminables de borrachera de mi madre, debido al dolor que le había causado el que mi padre fuera asesinado en la guerra que habían propiciado los cari-cortados y los desposeídos, me embarqué con él.

Ya en Yaquiranbar y con sólo una noche y unos cuantos tragos de más, aprovechó y me violó. El dolor fue enorme y desde ese entonces pensé que no valía la pena tener “un príncipe azul” y me dediqué a buscar amantes casuales. Sin embargo, con cada borrachera, mi cuerpo sucumbía a la fecundación, y  ya son tres hijos de ese bastardo” −, concluyó.

Aquella noche salí a deambular por las calles del pueblo como lo hacía siempre. Entre ir y venir por sitios solitarios y concurridos, me encontré con un joven de tez morena, vestido con jeans y chaqueta color gris; ojos rasgados y cabellos indios de color negro. Nos saludamos sin detener nuestra marcha a pesar de que íbamos en direcciones contrarias. Lo último que le pude escuchar con gran claridad era que su madre estaba sola.

A partir de este momento mi espíritu se turbó. Mi cerebro giraba con mucha intensidad y en un instante me encontré golpeando aquella puerta de madera verde oscura.

Ella se encontraba sola en casa cuando fui a visitarla. Al abrir la puerta me recibió con un beso, un tanto extraño, en mis labios. Sentí los suyos como el fuego. Esto acabó de turbar más mi pensamiento. Sin embargo, lo ignoré. No pronunciamos palabra alguna; aquellos primeros minutos fueron bañados por un absoluto silencio.

Estando sentado en el sillón de la sala principal de aquella casa, y a punto de dormirme del tedio, sentí que algo recorría mi cuerpo.

Empezando desde mi estómago, pasando por el pecho y luego trepando por mi cuello, llegó finalmente a mi rostro; allí repasó suavemente mis labios: era su suave mano.

Esa mano que como una serpiente, producía escalofrío. Mi pensamiento se nubló, mi cerebro quedó totalmente en blanco y mi cuerpo comenzó a emitir el sudor que produce el hielo al ser derretido por el calor. Los minutos siguientes parecieron extraños...

Luego, me vi atrapado en un beso apasionadamente calcinante. Quise escaparme de aquel atropello. Pero, como una hiedra, ella me aprisionó. Después de unos cuantos besos intensos, nos fuimos desplazando hacia la habitación contigua. Quedamos desnudos sobre la cama, acariciándonos con la furia de los amantes que el destino ha separado por mucho tiempo.

Ella, como una fiera que quiere devorar a su presa, me acorraló. Mi instinto de hombre llevó mi mano a recorrer su cuerpo pequeño y exquisito, del mismo modo que el olfato lo hace con el perfume. Le acaricié con fuerza las piernas hasta llegar a sus glúteos. Su piel bronceada por el sol caribeño, poseía un vientre magnífico que me ahogó en placer. En ese momento ella me llevó a que navegara, con furia, en el mar de su sexo.

El sudor recorrió nuestros cuerpos como un manantial y la turbulencia del acto fue el comienzo de una larga temporada de encuentros furtivos, como los más expertos amantes. Un pequeño lapso de tiempo sirvió para que el acto quedara consumado.

Cansados, asustados y sin cruzar ninguna palabra, volvimos a vestirnos. Yo pensaba en la entrepierna de ella y buscaba una explicación lógica a la ausencia de su bragueta cuando había iniciado las caricias en su piel. Ella me enseñó el arte de la infidelidad y la exquisitez de estar en brazos de una mujer.

Fueron días muy alegres, muy locos, muy fervorosos. Recuerdo que empezando aquel año ella me comentó que viajaría al viejo continente, y que detrás de ese viaje seguiría mi partida para estar al lado suyo.

Al principio no lo creí; me torne reaccionario y celoso; pensé que las cosas no se darían.  Transcurrido un tiempo, ella se fue.

A finales de esa temporada recibí una llamada inesperada. Era ella, avisándome que el boleto para mi viaje ya estaba en la capital; que tramitara la visa, que la papelería necesaria para tal efecto ya venía en camino. Fue una fortuna, lo confieso.

El destino nos llevó con nuestro romance al viejo Aporue. Después de haber dejado aquel hippie y sus juegos de azar para visitar sus hermanas, que por años estuvieron ejerciendo la profesión más antigua en tierras de Van Gogh.

Allí, los primeros días fueron marcados por la fatalidad, puesto que no tuvimos una comunicación acertada: su corazón estaba envenenado con las creencias y los dogmas de una secta religiosa que atrapaba todo su interés. Desapareció el encanto dejado tiempo atrás, cuando había nacido nuestro hermoso romance.

Después de noches muy oscuras y largas jornadas de persistencia, logré convencerla, y volvió a ser la misma que yo había conocido.

De ahí en adelante fueron días de relativa calma; días de amor, días de trabajo, días de pasión y locura; apacibles y contentos. Hasta que por obra del destino las cosas volvieron a cambiar.

Durante meses enteros me sentí manipulado por sus caprichos. Solo, aburrido, sin trabajo, sentía que estaba en el lugar equivocado. Conversaba acerca de esta situación con ella. Pero discutíamos hasta el punto de pelearnos. Las razones eran tan diversas, pero a la luz de la razón eran estúpidas.

Todavía recuerdo con rabia la manera como fui echado a la calle, donde reinaba un ambiente desolador y triste, además, con diez grados bajo cero. Ella fue tan cruel como una hiena, y sin ninguna compasión me obligó a vivir una verdadera tortura aquella noche. Insistí que no tomara esa decisión en momentos tan acalorados, pero no tuve éxito. Resolví entonces amanecer en la playa y replantear dicha situación y, por qué no, de paso, toda mi vida.

Fue una noche fatal. Lamenté estar tan lejos de mi familia, de mi terruño. El mar estaba bravío y rugía con la fuerza espantosa de un león herido. Toda la madrugada fue huracanada y el viento en toda la noche se aprovechó brutalmente de mi condición, como sí supiera de mi dolor y de mi soledad.

Medio empapado, busqué refugio en una caseta donde se esperaba el tranvía. El frío era insoportable, a pesar de tener la indumentaria adecuada.  Mi cuerpo permaneció helado toda la noche. Mis ojos, envueltos en la escarcha de la nieve que venía a golpearlos con el viento, contemplaban la lejanía de un faro en la costa, los golpes fuertes al llegar las olas de la playa, la espuma misteriosa que dejaba el océano contra el acantilado y la densa niebla que rodeaba la luz del farol que bailaba sobre mi cabeza. Qué panorama tan desolador.

Sentía la amargura dentro de mí. Las palabras de ella en el momento de la discusión rondaban mi pensamiento, y como un martillo golpeaban constantemente el casillero del recuerdo. Así la pase largo tiempo durante aquella noche y parte de la madrugada.
Cuando la luz del alba cegó mis pupilas regresé a la casa. No crucé palabras con ella hasta el tercer día, cuando ella, de manera descarada y sin ningún remordimiento, sólo con reproches. Yo ya había meditado profundamente y ese día tomé la decisión de devolverme para Acirema, mi tierra natal. Fue en lo único que nos pusimos de acuerdo.

Y como en toda aventura entre amantes, así terminó nuestro romance. Regresé a Acirema y empecé a rehacer mi vida como el joven que era. A pesar de que me invadía el caos y la nostalgia, me llené de esperanza al pensar que el verdadero amor estaría esperándome.

El último encuentro que tuve con ella fue más para preguntar el uno sobre el otro, que para recordar nuestras viejas andanzas y nuestras incurables rencillas. La encontré más madura pero guardando en esencia el perfume de la rosa amarilla que siempre fue.



6

De cómo se siembra la semilla del nardo


Desde hace aproximadamente un mes no ha parado de llover. Durante días enteros ha sido tanto el torrente aguacero, que más parece un huracán que nace en las profundidades del océano. El mar se escucha bravío y el golpe de las olas contra las rocas es infernal.

La celda se ha tornado más fría que de costumbre y parece ser que la rata que me hacía compañía durante la noche ha muerto ahogada, pues, son varias las noches que no he notado su presencia.

El invierno también ha servido para que los olores nauseabundos desaparezcan.  Cuando se oculta la luz del sol, mitigo el hambre y la soledad percibiendo la espuma que deja la ola contra la roca y el espiral salado que deja en el ambiente.

De repente, escucho cómo el guardia forcejea con la aldaba de la prisión y después de algunos minutos abre y me ordena salir rumbo a la oficina del director del penitenciario. En el camino me encuentro con tres compañeros de prisión que también son conducidos ante el director.

Ya en la oficina, y ante el director cuyo apellido es Cuervo, se nos ordena recoger una vestimenta (para más precisión unos overoles), salir al baño, cambiarnos y regresar en cinco minutos.

Pasados los cinco minutos y de nuevo en la oficina observamos cómo el señor Cuervo, un sargento retirado de la policía, cuyos bigotes cenizos montan tímidamente sobre su labio superior, enciende con desesperación un puro original de la habana revolucionaria. Sus manos tiemblan porque está en sus comienzos la enfermedad de Párkinson, no así su voz se estremece para emitir sus órdenes.

Íbamos a ser enviados a recoger unos cadáveres que habían encontrado a la orilla de uno de los ríos, en la población más retirada de la provincia. Según el director, se encontraban en estado de putrefacción (al parecer llevaban allí dos meses y medio desde que se había perpetrado una  masacre en las casuchas ribereñas de dicha población).

El viaje me sirvió para volver a percibir el olor de los árboles y la tierra firme bajo mis pies. Durante todo el camino estuve recordando algunos espacios de mi infancia, cuando solía viajar con mi padre a sitios remotos y desconocidos para hacer trabajos de electrificación.

Fueron cinco esplendidas horas, que normalmente a cualquier viajero conducirían al cansancio, pero que en mi renovaron un pasado que, aunque hermoso, estaba perdido.

La otra realidad del paisaje estaba enmarcada por los parajes, chozas y lugareños llenos de pobreza; sumergidos también en medio de letreros absurdos de guerra. De esos mensajes recuerdo, con un desliz de nostalgia y con mucha rabia uno de ellos: “Bienvenido al territorio de paz. Aquí procuramos que se respete en todas sus formas al ser humano y al ambiente”. Estúpidos, yo no sabía que dicho patrimonio tan importante se cuidaba con bombas, secuestros y muerte.

Cuando llegamos a aquella población, más parecía un caserío abandonado a su suerte que otra cosa. No nos permitieron bajarnos a descansar, sino que el automotor siguió su recorrido hasta los límites del río. Al bajar en aquel sitio nos esperaba una canoa que iba a ser remada por dos negros de la zona. Al parecer fueron contratados para esta misión.

Mal contadas fueron dos horas río abajo, hasta llegar a un pequeño estrecho en el cauce donde nos despedimos de la canoa y comenzamos la travesía por entre selva espesa y húmeda.

No sé cuánto tiempo caminamos, pero a medida que nos acercábamos al sitio de la tragedia el olor nauseabundo y putrefacto aumentaba. Con nuestros uniformes color naranja, para ser identificados por si alguno quería darse a la fuga, y encadenados por la cintura, caminábamos a dos metros de distancia el uno del otro.

El olor era  tan fuerte, que el tapabocas improvisado (nuestras camisas), no fue suficiente para evitar sentir que las entrañas luchaban ferozmente para salirse por boca y nariz. Ocho cadáveres se encontraban allí. Los fuimos sacando en nuestros hombros, envueltos en bolsas plásticas, para transportarlos al lugar donde nos había dejado la canoa y dónde nos aguardarían para el regreso.

En la noche, y después de haber dejado los cadáveres en la morgue improvisada de aquel caserío, nos llevaron a pernotar al hospital. Este era el sitio más seguro para tener reclusos de alta peligrosidad, que era como estábamos rotulados.

Luego de un placentero baño, quise dormir un poco y preferí estirarme en el suelo, en vez de hacerlo en la camilla de aquel cuarto de hospital.

Había transcurrido un largo rato porque cuando desperté, noté el croar de las ranas y el zumbido del viento entre los árboles que circundaban el hospital.

Al despertarme no sentí hambre y tampoco hice ningún esfuerzo por preguntar por la cena. Estiré mis piernas contra la pared, en la que se apostaba una ventana enrejada color plateado para recibir el aire fresco de la noche; cerré mis ojos y dejé mi mente en blanco.

De repente se abrió la puerta que estaba detrás de mi cabeza. Mire hacia atrás y observé que se trataba de una enfermera. Ella no había notado mi presencia, puesto que se dirigió a una pequeña vitrina donde se apiñaban varios medicamentos. Estaba de un blanco impecable y la tela del pantalón que lucía era de una seda transparente que resaltaba  las curvas de su cadera. Su cabello color caoba caía sutilmente hasta su cintura y brillaba intensamente. Fueron varios los minutos que gaste detallándola. Esto provocó en mí una extraña sensación que hizo que me incorporara y con instinto felino caminara  hacía ella.

Me le acerqué por su espalda, y ella al sentir mi presencia giró de inmediato; abrió sus ojos rasgados y pardos e intentó gritar; más yo, con mi mano izquierda tape su boca para impedirle el ruido y fue ahí cuando sentí sus labios suaves y candentes de color carmesí.

Inmediatamente y sin darle tiempo de tomar alguna reacción,  le expliqué que no le iba a hacer daño; ella se calmó un poco y sólo dejó que yo siguiera con mis pretensiones.

La mire fijamente durante un instante; bajé mi mano izquierda, y con una rapidez fulminante su mano buscó mi mejilla. Reaccioné y simultáneamente la sujeté por la cintura y la besé fugazmente.

Extrañé un poco el que no hubiese querido forcejear, y a la vez pensé que era tanta la soledad y la ausencia de un hombre en aquellos parajes, que su necesidad se sobreponía al instinto de conservación.

Permanecimos en silencio y mis sentidos esperaban su reacción.  No gritó, no hizo nada, se quedó inmóvil.

Fue en ese instante cuando mi mano le recorrió el muslo hasta llegar a su entrepierna. Era suave; decidí entonces, hundir mi mano entre sus pantaletas, para lo cual no obtuve ninguna resistencia. Se estremeció y lanzó un leve quejido que agitó el impulso de mis venas. Me abrazó con fuerza, y con instinto femenino me llevó hasta donde estaba la camilla. Besó mi pecho hasta encontrar mis labios.  Como animal salvaje la tomé en mis brazos con furia y sin dejar de besarla la desnudé. Poseí su carne tantas veces como pude y en cada gemido la besaba como buscándole el alma. Nos amamos con frenesí.

Al terminar se levantó apresuradamente y se vistió. Antes de salir del cuarto del hospital, y abrazando un ala de la puerta pronunció su nombre y se fue.

Jamás la volví a ver. Regresé a la prisión y sólo guardo la huella imborrable de sus besos, el fuego de su vientre y su nombre: Sheila.